¿Cómo es que a un día triste y frío se le prenden las luces con un apretón de manos, con la llegada de un abrazo o con el sonido de la voz de quien nos hace sentir queridos?
¿Qué se fusiona dentro, cuando en medio de tantas frustraciones, apuros y contratiempos alguien nos hace ver el vaso medio lleno y sentimos que no nos hizo falta más que eso para que el aire vuelva a entrar y hasta se nos escape un suspiro de alivio?
¿Cómo es que el trayecto entre el comienzo de una línea de espera hasta su final se puede transformar en una peregrinación a encontrarnos con Dios? ¿Qué sucede cuando la caminata apurada al trabajo se transforma en un paseo en el que sentimos la compañía silenciosa de Jesús en el eco de nuestros pasos?
Cuando en medio de tanto cemento, ruido, polución, rostros serios y hombros apretados me encuentro mirando el atardecer desde un piso 13, cuando en la sonrisa de un niño se dibuja de regreso la mía, cuando levanto los ojos al cielo para recordar que Dios es mucho más que todo esto, me encuentro con la gracia, con lo trascendente e inexplicable. Ningún otro encuentro podría ser tan afortunado.