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Leí cierta vez que cuando hace mucho frío en las estepas, hasta los puercoespines se juntan para calentarse.  “El fuego del abrazo, alimenta, contiene y protege, como el fogón en la noche destemplada convoca al encuentro reparador”, dice Enrique Mariscal.
Si alguien cae en los mares polares, por buen nadador que este sea, sobrevive apenas unos minutos.  El corazón se paraliza, fatalmente, congelado.  En condiciones extremas, aunque se dispusiese de indumentaria térmica y un bote salvavidas, harían falta por lo menos seis cuerpos humanos abrazados para generar el calor necesario que exige la supervivencia.
Imaginemos una situación desesperante en el llamado Conflicto bélico en el Atlántico Sur, o guerra de las Malvinas.  Tres muchachos argentinos y tres ingleses, soportan la tragedia de alcanzar la única embarcación: ¿Se unirán para abrigarse o morirán enfrentados, en la soledad del océano, separados por sus diferencias nacionales?  La imaginación nos lleva a vislumbrar a esos chicos tiritando, confusos, aterrados, que se juntaron defensivamente en una tregua, tan digna como sabia,  y soportaron el frío intolerable, entrecruzados, abrigándose recíprocamente… Conmueve imaginar a seis muchachos que se aferran a la vida en un abrazo.
La vida nos confronta con situaciones excepcionales en donde las elecciones se hacen desde la claridad de lo esencial, desde un orden superior.  Son momentos en que dejamos de regirnos por la ley del más fuerte, por la supremacía del más apto.  Abandonamos la selección natural (que en contextos afectivos nos resulta tan antinatural) para elegir desde lo que nos une, desde un orden superior que nos hermana.
Muchas veces, y para el infortunio de todos, decisiones importantes y que afectan a muchas personas en un grupo, una institución y hasta un país, se hacen desde la lejanía cómoda y climatizada de un frio escritorio.  Sin embargo, permitanme decir que el criterio de realidad más adecuado muchas veces lo ofrece el abrazo, la cercanía.
San Juan cerró la biografía que escribió sobre Cristo advirtiendo que si se escribiera todo lo que hizo Jesús, no cabrían en el mundo los libros que se habrían de escribir.  Habiendo dicho esto colocó su punto final.  Es por eso que el discípulo fue muy cuidadoso en lo que seleccionó para contarnos en lo que conocemos como el Evangelio según San Juan.  Teniendo esto en mente, el cierre de su libro debe de haber sido muy bien pensado.  Juan decidió concluir su relato haciéndonos saber del abrazo que Jesús le dio a Pedro perdonándolo tres veces por sus tres negaciones.  Juan podría haber elegido tantas otras cosas más espectaculares e importantes de la vida de Jesucristo, pero no.  Eligió relatarnos como Jesús nos recibe cuando lo hemos traicionado y cuando nos hemos traicionado a nosotros mismo y a nuestras lealtades más profundas.  Jesús recibió como el padre al hijo pródigo, con un fuerte abrazo perdonador. (Juan 21:15-25).  Emociona pensar que para Juan era más importante dejarnos la imagen de Jesús abrazando a uno de sus discípulos que la del Salvador calmando una tempestad o resucitando en su gloria.
¡Qué bien que nos cae un abrazo!  ¡Qué a gusto nos hace sentir cuando viene de alguien al que hemos extrañado y al que queremos mucho!  Cuando se da desde la intimidad confiada y acogedora de quien nos conoce y aún así nos acepta, cuanto bien nos hace.
No dejes de abrazar hoy a los que son importantes para tí.  A los que por estar tan cerca, a veces pasan a ser parte de tu rutina.  Abrazalos fuerte.  Y permite que Dios te abrace hoy, muy fuerte. Después de todo,  el exceso de abrazos nunca está contraindicado.

“Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir. Amén.” (Juan 21:25)

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