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En Juan (cap. 8), se nos relata como el amor apasionado y puro de Jesús, se encuentra con una multitud embravecida y con una mujer semidesnuda.
A los primeros les recuerda que su furia no tiene que ver con la mujer, sino con la propia miseria angustiosa y con la desesperación del pecado. La multitud no es en nada mejor que la mujer, solo se encuentra vestida. Jesús la desviste, y cuando todos ven la condición de iguales que los hermana en sus harapos con la mujer, dejan las piedras y caminan a casa en silencio. Sucede que Jesús escribe sobre la tierra los pecados no confesados (de haber sido confesados Jesús no los recordaría, Dios olvida los pecados por los que pedimos perdón…). En la crítica y la acusación de la multitud sobre la mujer, los desaforados escribas y fariseos (religiosos fanáticos de aquellos tiempos) buscaban anestesiar el dolor de una religión llena de nada más que reglas.
La mujer está lejos del hogar. Ya no sabe como se siente estar en casa. La suya está destruida. Y ahora aparece Jesús, que no demuestra buen juicio ni moderación con ella. No le pide (y notemos bien esto, por favor!) un firme propósito de reforma moral. No pregunta si está arrepentida. En cambio, ofrece un nuevo hogar para su corazón, construido en la libertad de no sentirse menos que nadie. Ella era igual de pecadora e igual de amada. Su pecado, al igual del que los que la condenaban era tan solo un analgésico que calmaba el dolor a precios enormes. Eliminaba momentáneamente la pena, no sin dejarla luego con una aún mayor.
Ya bastante tenía la mujer con el dolor que había intentado olvidar en los brazos de su amante, brazos que ahora no estaban y que la habían entregado traicioneramente a sufrir la vergüenza en soledad.
A veces me pregunto ¿Por qué Dios no muestra moderación y sentido común cuando lidia con nosotros? ¿Por qué no se autocontrola un poco? ¿Por qué no tiene un poco más de amor propio y de dignidad?! Será posible!? Además ¿Qué seguridad tenía Jesús de que la mujer no volvería esa misma noche a los brazos de su amante? La respuesta parece ser que nada de eso le importaba a Cristo. Solo estaba interesado en recibirla pues hacía tiempo que ella había emprendido un viaje lejos. Para Jesús era tan importante la bienvenida, tan emocionante el reencuentro, que nada más importaba.
Que la solución de Dios al problema del pecado a la que llamamos salvación, te alcance. Que el misterio de la piedad triunfe en tu corazón sobre el misterio de la iniquidad y que la gracia de Dios que sorprendió a la mujer te sorprenda hoy de la forma en que más lo estés necesitando.

Entonces Jesús le dijo: “Ni yo te condeno. Vete, y desde ahora no peques más” (Juan 8:11 RVR 2000)

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